domingo, 24 de abril de 2011

VIAJE POR CHERNOBILANDIA

Hace cinco años viajé a Chernobil. Recorrí la zona de exclusión, 30 kilómetros en torno a la central. Hablé con sus habitantes, ancianos todos ellos, que se negaban a abandonar ese área contaminada, donde, supuestamente está prohibido vivir. Medí la radiactividad frente al reactor que explotó y que continúa emitiendo veneno al no estar bien sellado. Fue uno de los viajes que más me ha impresionado. Un territorio donde el miedo es invisible, donde todo está bajo sospecha. Un lugar donde no quieres respirar, no quieres tocar nada. Lo único que quieres es marcharte lo antes posible.
Todo en la zona parece irreal: Pripyat la ciudad fantasma paralizada en el tiempo, donde las máscaras anti gas están todavía en el suelo; el bosque que rodea a la central donde todo lo que crece está envenenado; la planta nuclear convertida en un gigantesco almacén de resíduos.
Para aumentar el surrealismo, las autoridades han querido transformar todo el área en una especie de parque temático abierto al turismo. Algo así como Chernobilandia, con visitas guiadas a todos los lugares fantasmagóricos, incluido el reactor que voló por los aires. 
Imposible olvidar la sensación que me dejó Chernobil, la cicatriz nuclear abierta de por vida. Una cicatriz en el alma y en el cuerpo de todos los que han tenido la mala suerte de nacer allí.
Le dedico este aniversario, el 25 aniversario de la mayor catástrofe atómica de todos los tiempos a Shergey, un joven ucraniano que tendría 31 años si no hubiera muerto de cáncer el pasado junio. Un niño de Chernobil que ya no está con nosotros.

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